domingo, 22 de diciembre de 2013

Las virtudes del abismo. (Capítulo once).

     Era tarde. Victoria entrelazó sus pequeños dedos en los enmarañados mechones rubios esperando desenredarlos, sin mucho acierto. Su madre se acercó a ella y le cepilló el pelo en silencio. La pequeña cerró los ojos y dejó que el final de las púas le fuese acariciando. En cuanto terminó, su madre le trenzó el pelo y la arropó, antes de posar sus carnosos labios en la frente de la niña. Se despidió con un susurro y apagó la luz.

     Se le escapó una lágrima. No estaba segura de la causa, en realidad había tenido un buen día. John le había enseñado su habitación, su refugio secreto. Era de madera, le había recordado a la casa del árbol que siempre quiso tener. Además podía ver el cielo por una ventana que había colocada en el techo. Pero le había sorprendido que no había juguetes, estaba vacío, salvo por la cama, a la que su amigo había invitado a tumbarse. Estuvieron hablando durante horas (sobre todo ella, porque aunque John hubiese encontrado alguien con quien poder expresarse, seguía siendo alguien que prefería ser más suyo que de otra persona). No había sido como una tarde en casa de alguna de sus amigas, pensaba Victoria. No había muñecas, ni la mamá había traído la merienda con una sonrisa gigante... Solo hubo palabras, y miradas de comprensión. Él era muy diferente, pero le gustaba. 

     Se encendió la luz. Ella parpadeó molesta y restregó su puño por los ojos para acostumbrarse a la ausencia de oscuridad. Entonces vio a su padre, que se acercó rápidamente a su cama son una gran sonrisa. La elevó por los aires y empezó a dar vueltas. Él era tan alto que a Victoria le pareció como si volara. No entendía nada. Le acarició la cara y notó que raspaba por la barba del día anterior, rió por eso. Su madre también estaba, apoyada en el marco de la puerta, riendo como hacía ella. Entonces volvió al suelo, y sus padres agarraron cada uno una mano.

     -Papi, mami, ¿qué pasa? Estaba durmiendo.

     Vio que echaban una mirada cómplice entre ellos y empezaron a andar hacia el salón de su casa. La puerta estaba cerrada, y no acostumbraba a estarlo. Se extrañó, no sabía lo que estaba pasando, ni la alegría que parecía extenderse por todas partes, pero le parecía bien, y no puso reparos. Se pararon en la entrada, y sus padres le indicaron que podía abrirla.

     Todo estaba colorido, y miles de pequeñas luces brillaban adornando cada rincón. Podía respirar la magia. Y cuando miró a su al rededor descubrió su montaña de regalos. Pegó un grito y corrió alegre a su encuentro. Giró la cabeza hacia sus padres, que estaba riendo abrazados. Era seis de enero, y lo había olvidado. 

     John sabía el día que era, pero no quiso levantarse de la cama, estaba esperando a que llegase su madre, como cada Navidad pasada. Pero esta vez, eso no llegaría a ocurrir. Entonces decidió ir él a buscar a su padre. Se levantó corriendo y cuando llegó a su cuarto le zarandeó con fuerza y emoción contenida a pesar de su ya corriente brillo triste en los ojos. Cuando consiguió despertarlo, anunció la fecha. Su padre abrió mucho los ojos y siguió a su hijo, que había desaparecido tras la puerta rápidamente. Cuando llegó a la sala de estar, donde su madre, la abuela del pequeño, solía colocar el árbol de Navidad, encontró al niño parado ante él, teniendo frente a sí nada más que unas cuantas bolas de colores colgadas de sus ramas, y ningún regalo que poder abrir.


Un pequeño mirlo.

domingo, 15 de diciembre de 2013

Las virtudes del abismo. (Capítulo diez).

     No ha existido día en el que todas las personas que pisan el mismo mundo se pusieran de acuerdo en estar felices. Siempre van a existir aquellos de mirada vacía, o quizás profundamente triste, pero en su conjunto, gente que no disfruta de la vida. Victoria había estado pensando en eso toda la tarde, tras haber desayunado con ese señor tan simpático que le había invitado a un chocolate. Había dicho que se llamaba algo parecido a "Mun", y que significaba "luna". A ella le gustó, así que no puso objeciones.

    Cuando Moon (que era como realmente el hombre se había presentado) se levantó, agarrando su paraguas con su mano temblorosa, pero fuerte y decidida, Victoria ya casi había acabado su taza y tenía un bigote de cacao dibujado en la cara. Él se despidió inclinando un poco la cabeza, y asegurando con su voz ronca que estaría encantado de volver a verla. Ella sonrió y salió a su lado por la puerta. Siguieron direcciones distintas, la niña empezó a caminar hacia el parque. Volteó la cabeza un segundo, pero ya había perdido de vista al hombre. Se encogió de hombros y siguió su camino, hasta que divisó una figura encogida en uno de los bancos más lejanos. Comenzó a correr hasta que llegó a él.

     -John -escuchó, sintiendo que su voz rompía el aire silencioso, coloreándolo y haciéndolo más cálido.

     Elevó un poco la cabeza para echar una mirada a través de sus vidriosos ojos. Parpadeó para poder verla de forma más nítida. Intentó sonreír, pero solo lo intentó. Ella se sentó a su lado, y le puso en la espalda una de sus manos, todavía templada por el chocolate. Sintió cómo un escalofrío recorría el cuerpo de su amigo, y decidió darle un torpe abrazo. John no hizo nada. Solo lloró. Lloró durante mucho tiempo, y por primera vez en su vida, confió en alguien.

     Victoria se quedó mirándole después de escuchar toda su historia. Él... había desnudado su mente y le había contado sus secretos más escondidos. Le explicó cómo sus pensamientos disfrazados de hilos de colores navegaban en la oscuridad de su abismo. Era diferente a todos los demás, y siempre había estado solo. Su asombro por las cosas más inútiles había provocado a la muerte, y ya no podía más con tanto peso en una coraza tan diminuta como era la suya (aunque había ido construyendo una cada vez más grande para esquivar los incesables golpes que le llegaban por todos lados). También le dijo que su padre parecía haber desaparecido del mundo, y que su abuela estaba demasiado pendiente de su hermano pequeño como para fijarse en él. Lo había soltado todo como jamás había hecho. Y se sintió bien. Aunque ella no tuviese una respuesta y mucho menos una solución para todo eso, le había escuchado, había intentado entenderle, y eso era suficiente.

     Se quedaron en silencio un buen rato, dados de la mano. Hasta que Victoria habló:

     -Ya no estás solo -bajó la mirada a sus manos unidas-, ¿ves? Eres mi amigo, y te voy a ayudar a que aprendas a estar contento, de verdad.

     -Gracias, Victoria -dijo sobresaltándose de pronto por un copo que le había caído en las pestañas mientras parpadeaba-. Hace frío aquí, y está empezando a nevar... ¿me acompañas? Te quiero enseñar algo.

     Y se alejaron los dos juntos; Victoria dando saltitos y John temblando de frío, pero ya no tanto por el frío que sentía en su interior, ese poco a poco se estaba fundiendo.


Un pequeño mirlo.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Las virtudes del abismo. (Capítulo nueve).

     Era un día nublado. Victoria alzó sus manos para ponerlas sobre el alfeizar de la ventana, sus pequeños pies descalzos, como ya era costumbre, se pusieron de puntillas y observó. No se veía más allá de las ramas de unos árboles cercanos. Tampoco se oían los pájaros, y ella empezó a reír. Rió tan fuerte que llegó un momento en el que no reconocía el sonido de su voz, solo dejaba que fluyese. No estaba segura de por qué lo hacía, pero le gustaba, y como le gustaba no dejó de hacerlo; hasta que se cayó al suelo de la felicidad.

     -Victoria, cariño, no hagas tanto ruido que estoy intentando leer.

     -Perdona, mami... ¡Es que me he imaginado que las ramas de los árboles me hacían cosquillas, y no he podido parar!

     Su madre le echó una mirada tierna, asintió con la cabeza y se giró para volver a su lectura, pero entonces la niña volvió a hablar:

     -Mamá, ¿por qué John tiene una mirada tan triste, con lo bonita que es la vida?

     La mujer se quedó un momento pensativa, y se acercó a Victoria, elevándola para acto seguido apoyarla sobre sus piernas y contestar:

     -Hay niños que cuando miran las ramas desnudas de los árboles no piensan que les van a hacer cosquillas. Algunos piensan que si se acercan les van a arañar, que les van a hacer daño. No creen que la niebla está hecha de nubes de algodón de azúcar, y que es el motivo perfecto para jugar a un escondite, ellos se imaginan que son sábanas que bajan para no dejarles ver el mundo, para que se queden solos, y les hace llorar. John es uno de esos niños.

     Victoria dejó de mirar a su madre, y fijó la vista en la ventana, pero ya no miraba de la misma manera. Imaginó cómo las grises y finas ramas le dejaban marcas en la piel. Ya no reía. No quería que él sintiese eso. Entonces se levantó y se fue corriendo, dejando a su madre sentada en la cama, que sopló suavemente por la nariz, y observó cómo su pequeña se marchaba, otra vez sin coger sus botas. La miró con sus ojos profundos y grises, y con una sonrisa que no llegaba a serlo, porque no era de felicidad.

     Victoria se chocó con un hombre mayor que llevaba un paraguas abierto aunque no lloviese. El señor echó una mirada hacia abajo y se disculpó, ofreciéndole a la niña un chocolate caliente. ¡Chocolate caliente! Ella, sin tener en cuenta que era un desconocido, se olvidó de que había salido de casa en busca de John, y aceptó encantada el regalo de aquel hombre.

     Entraron en el sitio donde hacían el chocolate favorito de Victoria. Le brillaban los ojos. Los cerró despacio e inspiró profundamente el aroma a cacao. Le cogió la mano al señor del paraguas, y tiró de él para acercarle a unas sillas donde se podía ver el parque desde la ventana. Él se dejó llevar, contento, y se sentó en frente de ella. Pidió de forma educada dos chocolates y comenzaron a hablar.

     Desde un banco del parque de Berlín donde John se había sentado para no sentir nada, la vio, tras una ventana. Puede que en las comisuras de sus labios se asomase una mínima sonrisa. Pero fue tan minúscula que desapareció antes de que nadie que no fuera él mismo pudiese percatarse de ella. Entonces se levantó y se dirigió a otro banco donde no pudiera verla. Sus ojos estallaron en lágrimas.


Un pequeño mirlo.

lunes, 11 de noviembre de 2013

Las virtudes del abismo. (Capítulo ocho).

     John no había podido dormir. Se había tumbado en el suelo de madera de la azotea de la casa de su abuela, que ahora era su su nuevo cuarto, y se puso a pensar, como siempre hacía. Echó una mirada a la ventana que había en el techo. No se veían las estrellas, no en Madrid, pero oh... cómo le hubiera gustado poder observarlas esa noche. Pensaba en Victoria, y en mil cosas más, pero sobre todo en Victoria. También reflexionaba sobre la palabra "amistad". ¿Sería ella su amiga? ¿Qué significaba eso?

     -Corre, corre, es divertido. Siente cómo el viento viene hacia ti.

     En ese momento el aire salpicaba las mejillas coloreadas de los dos niños. Ella era pura felicidad y entusiasmo, él... bueno, él lo fingía, lo intentaba fingir, quería fingirlo, o serlo... No estaba seguro en ese momento, y seguía sin estarlo ahora. Le gustaba la sensación de sentir una mano cuidando de la suya. Cada vez que Victoria hablaba sobre lo increíble que era todo, sentía la necesidad de llegar a ser como ella, algún día. 

     Sopló al aire para dejar que este se convirtiera en vaho durante unos segundos. Hacía frío y era demasiado tarde, pero no le dio tiempo a subirse a la cama porque los párpados le pesaban de tal manera que dejó que cayeran, y lo último que vio fueron las estrellas que él mismo había creado en su imaginación.

     Le despertó un sonido con el que últimamente estaba (desgraciadamente) demasiado familiarizado. Oír llorar a tu padre de forma tan desesperada es una de las peores sensaciones que alguien puede llegar a sentir, y John no necesitaba más malas sensaciones de las que ya estaba viviendo. El único sitio en el que se había sentido a gusto durante toda su vida, ahora era otra celda más. Se sentía encerrado en cada lugar donde pisaba. Vivía en una cárcel, que tenía como barrotes a su propio cuerpo. El único sitio donde esos barrotes se separaban de una forma apenas perceptible, pero que le dejaban respirar durante unos instantes, era el parque, su parque.

     Fue allí, para intentar hacer desaparecer todo lo que existía a su al rededor. Seguramente ninguna persona se percataría de su ausencia, nadie lo hacía nunca. No quería hablar con nadie, y tenía suerte, porque nadie quería hablar con él. El problema estaba en que la primera afirmación era falsa, pero él la confirmaba como verdadera para calmar su tristeza, o su desesperación. ¿Cuál es la palabra correcta que define estos casos de absoluto abandono? Porque era eso lo que empezaba a pasar en su vida. Nadie importaba, él no era la excepción, según su punto de vista. Solo podía ayudarle una persona, y ella no estaba allí.


Un pequeño mirlo.

domingo, 13 de octubre de 2013

Las virtudes del abismo. (Capítulo siete).

     Victoria caminaba despacio, observando las copas de los pinos y soñando con haber nacido pájaro. Pero algo hizo que mirase hacia abajo; sus pies, hoy estaban tan resguardados del frío que no llegaba a sentirse cómoda. Su madre se había enfadado porque en las últimas semanas había cogido más de un resfriado. (Aunque la pequeña estaba encantada con tal de poder sentir los pies libres.) Por lo tanto, haciendo caso omiso de su colorada nariz, se desató los zapatos con soltura y los sujetó en una de sus torpes manos mientras seguía su camino. Entonces vio a alguien, no muy lejos de donde ella estaba. Le reconoció casi al instante, sin saber muy bien porqué. Se acercó dando pequeños saltitos y le saludó. Vio en sus ojos una sensación desconocida para ella: no eran alegres. Decidió tumbarse a su lado, a pesar de conocerse de apenas una tarde, y extendió su mano hacia la de John, dejando las zapatillas en el otro extremo. Durante un tiempo se quedó en silencio, y por un momento se olvidó de que no estaba sola y comenzó a cantar. No sabía dónde la había oído, pero hablaba sobre pájaros y ella los adoraba. Decía así: "Free, as a bird, it's the next best thing to be. Free as a bird...".

     -¿Qué cantas?

     Victoria giró la cabeza, echó una mirada a las manos de los dos y sonrió.
     
     -Algo sobre pájaros- respondió, y haciendo una pausa añadió-, me gustan.

     John se preguntó si todo el mundo sería como ella, si todos tendrían una mirada resplandeciente. Nunca había sido un niño demasiado sociable, él sabía que tenía algo diferente, ¿sería eso? Quizás eran sus ojos tristes lo que le diferenciaban del mundo. No le suponía ningún problema, en realidad. No se había planteado la causa del rechazo de los demás hacia él (tenía siete años, no es un tema sobre el que suela pensar alguien tan pequeño) pero ahora lo hacía.

     -¿Por qué casi no hablas?- preguntó Victoria, sin dejar que desapareciera su sonrisa de la boca, marcando hoyuelos.

     John pensó. Ella tenía razón; no era una persona de muchas palabras. No era por timidez, de eso estaba seguro, simplemente se debía a que prefería guardarse sus opiniones para él mismo, porque eran suyas. ¿Tendría miedo de que alguien se las arrebatase? Él siempre se imaginaba un gran agujero en su mente, donde podían flotar, caer, o ascender todo lo que se pasaba por ella. Pintaba los pensamientos como hilos muy finos de colores, que se podían distinguir sobre el fondo negro. Quizás si dejaba que alguno de ellos se escapase en forma de voz, no volvería nunca. A todo esto respondió simplemente:
   
     -No sé.

     Ella se extrañó una milésima de segundo, y John pudo descubrir su mínimo fruncimiento del ceño, pero fue tan rápido que en seguida se le olvidó, ya que Victoria le agarró la mano con más fuerza y se levantó, pretendiendo que él la siguiera. Cogió sus zapatillas rápidamente y comenzó a correr.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Las virtudes del abismo. (Capítulo seis).

     Aquella noche durmió en el cuarto de madera de casa de su abuela, mientras una gélida y suave lágrima explorar su rostro despacio, rebuscando cada pequeño detalle. Era una habitación vacía y fría. No tenía cama, por lo tanto se había acostado en el suelo, pero estaba demasiado preocupado como para pensar en ello. Había entrelazado los dedos, tenía las manos sobre la cabeza y los brazos tapando sus orejas, para escabullirse de la realidad. John rara vez lloraba, él pensaba que los sentimientos eran algo demasiado personal como para ir gritándoselos al mundo, pero todo el mundo necesita gritar de vez en cuando. (Sobre todo si se atribuía la culpa de la llegada de la muerte).

     Despertó de un sobresalto, vio los ojos hinchados de su padre, había estado llorando. El padre de John había vuelto del trabajo la noche anterior demasiado tarde como para preguntarse por qué su mujer no estaba ya metida en la cama. A la mañana siguiente se había encontrado con la misma situación, y descubrió la terrible escena con el añadido de la desaparición de su hijo mayor. Cuando por fin le encontró, en su sitio favorito, corrió tan rápido y le oprimió tan fuerte entre sus brazos que John casi se quedó sin respiración.

     Estuvieron así durante mucho tiempo, ninguno de los dos supo nunca la longitud de ese abrazo, tan largo y reconfortante, y aun así demasiado corto. Sin palabras, porque a veces el silencio está mucho más lleno que lo que pueden estar simples frases consoladoras.

     Se echó en la cama para pensar, como parte de su rutina. En los últimos días habían estado preparando la mudanza a casa de su abuela. Se había quedado con su rincón. Todo seguía estando vacío, había preferido dejarlo así, como metáfora, refiriéndose a él mismo. Vacío era lo que sentía. No soportaba tener a Daniel cerca, su hermano pequeño. Cada vez que le miraba se le empañaban los ojos y sentía una fuerte opresión en el pecho. Culpa. Por eso se pasaba los días enteros encerrado en su habitación. Aunque últimamente le gustaba escapar al parque, tumbarse en la nieve y dejar que lo demás viniese por su propia cuenta. Y así fue como ocurrió.

     -¡Hola!- dijo una voz que le resultaba extrañamente familiar-. John, ¿verdad?


     Ella pudo ver sus inquietantes ojos marrones, el cofre de un enorme secreto, y sonrió dejando entrever sus pequeños dientecitos de leche. Victoria se agachó, y se tumbó a su lado, viendo cómo caían los copos, y puso su diminuta y torpe mano encima de la de él, agarrándole suavemente. Él se sintió bien. Parecía que había olvidado la palabra felicidad hacía siglos, pero entonces algo pequeño (pero brillante) se iluminó.

miércoles, 14 de agosto de 2013

Las virtudes del abismo. (Capítulo cinco).

     Volvió a colocar la aguja del tocadiscos al comienzo del vinilo de Abbey Road. Adoraba el sonido que hacía en comparación a los CDs. La música le llamaba mucho la atención. La facilidad con la que las notas se entrelazaban, formando dibujos en el aire, dejando rastros de melodía. Se levantó a por unas galletas de chocolate al ritmo de Something. Volvió a la habitación de invitados, dejándolo todo repleto de migas. (Era torpe incluso para eso.) Victoria pensaba que si tuviera que cambiar algo de su cuerpo, serían sus manos, incapaces de sostener el más simple de los objetos sin que acabara destrozado, desparramado, o algo que se encontrara por los alrededores totalmente manchado. Ineptitud que parecía eterna, pues por más que intentara aprender de ese error absurdo, nunca era capaz de coordinar sus extremidades superiores.

      Al acabar de merendar se abrigó para salir a la calle. Se quedó mirando los ojos de su madre. Eran grises, a juego con la Luna. Siempre había querido tener unos ojos tan bonitos como los suyos. Cuando terminó de colocar su bufanda, se alzó y dejó de mirarla. Tomó el dedo índice de su madre entre los suyos, como hacía desde que era más pequeña todavía, y salieron a pasear. Victoria iba observando las ramas de los árboles secos, y a través de ellas veía el cielo teñido de blanco, señal de que pronto nevaría. Continuó andando, sumida en sus pensamientos, escuchando el silencio (porque se escucha), cuando tropezó. Su madre, rápida, acudió a ayudarla para que se levantara. Una voz cantarina, con una pizca de tristeza, quizás, pidió disculpas. Ella alzó la mirada y de manera desprevenida descubrió a un niño al que no había visto nunca. Sonrió, no se había hecho daño.

     Jugaban a carreras de surcar el cielo. Se lo había enseñado ella, después de que su madre insistiera en ir juntos al parque, y así mientras, ella podría refugiarse entre las páginas de un libro y un humeante café. El juego no tenía más misterio que alzarse en el columpio lo más alto posible, simulando que caminas por las nubes, y llegar más lejos que nadie.

     -Soy Victoria, ¿tú cómo te llamas?- preguntó ella, sin levantar demasiado la voz, en el tono perfecto para que él pudiera escucharle.

     -John- contestó, en el mismo tono de voz.

     Y desde ese momento ya supo que era un niño diferente a los demás, pero le gustaba, aunque no hubiera sido capaz de ganarle al juego que ella había inventado. La forma en que su nuevo amigo hablaba, o miraba, le resultaba extraña, era algo más que timidez, escondía un secreto, y a ella le encantaban los secretos.

lunes, 12 de agosto de 2013

Las virtudes del abismo. (Capítulo cuatro).

     Salió corriendo, sin pensar, no había tiempo para eso. O quizás sí, tenía todo el tiempo del mundo. Solo sabía que debía correr. Su mente giraba estrepitosamente, hacía ruido, lo notaba. Sentía que estaba solo en medio de todo el bullicio (como todos sentimos alguna vez en nuestras vidas), pero a él le había tocado demasiado pronto. La justicia es un concepto abstracto, ¿verdad? Quién diría que un niño como él, especial, feliz, (o quería creer), recibiría tal bofetada, impregnada de frío. Como el que sentía entre sus pies desnudos. Había olvidado los zapatos.

     Llegó a casa de su abuela. Entró sin llamar, como solía hacer. Subió las escaleras y se encerró en el cuarto que ya consideraba suyo. Se tumbó en el suelo. Esa era una de sus cosas favoritas en el mundo, sentir el suelo de madera sin barnizar con las yemas de los dedos de las manos, y esta vez también con las de los pies. Observar lo que pasaba en el cielo, mirando a través del tragaluz que adornaba el viejo cuarto, impregnándolo de luz blanca y pura. Tomó aire y pudo respirarla. "El olor de la luz."

     La muerte era un tema que le inspiraba mucho respeto. Viene de repente, a veces cuando menos te lo esperas, como el amor. Dos ideas que podían resultar contrarias, y del mismo modo podían estar unidas de la forma más perfecta. Morir por amor, amar a la muerte, amar a aquel que muere por amor, morir por aquel que ama a la muerte. Esta vez no encontraba explicación.

     Su mente seguía girando sin ninguna clase de control, como un abismo sin fondo, repleta de las más extrañas ideas. Nadie nunca sería capaz de entenderle. Tenía una opinión propia para casi todo. Pensaba que nadie muere sin cumplir su objetivo en la vida. No todos creen eso, pero él sabía que la razón era que la gente estimaba como meta  un propósito impuesto por ellos mismos, y no era así. Su hermano no tuvo tiempo de escoger su sueño, y no había muerto en vano. El momento en el que su corazón dejó de latir hizo que la vida de John diera un vuelco. Si nunca hubiera ocurrido, su futuro habría sido completamente diferente.

     Cerró los ojos y se durmió escuchando los secretos del aire, dejando que la claridad que traspasaba la ventana le acariciase suavemente, mientras una niña intentaba seguir el rastro de sus huellas.

lunes, 5 de agosto de 2013

Las virtudes del abismo. (Capítulo tres).

     Se encontraba solo, sentado en el suelo helado de la casa de su abuela. No le gustaba estar en la suya, ya no. No desde que pasó... eso. Sentía cómo el frío le recorría el cuerpo. "Frío". Una palabra que podía pasar como sentimiento, ¿no? Gritos ahogados disfrazados de gelidez. Tristeza. Le gustaba cómo sonaba esa palabra, a pesar de todo lo que conllevaba sentirla. En ese momento se sentía así. Debería sentirla con más fuerza, sería lo normal, pero no era igual que los demás. También sentía diferente. No era capaz de pensar en el futuro. Aterrador. Pero no era ese el motivo, simplemente se debía a que su mente podía alcanzar lugares mucho más lejanos; más complejos. La soledad le hacía reflexionar. ¿Qué haría ahora, después de todo el desastre? Parecía que todo estaba emborronado con oscuras manchas de tinta.

     Le oyó llorar, pero no hizo nada. Cerró los ojos en su nueva habitación. Era pequeña y muy oscura. Había únicamente una ventana lo suficientemente grande como para dejar pasar la luz, del tamaño perfecto para que no se escapasen sus pensamientos. Pero él quería que pudiesen huir, evadirse de aquel sitio que poco a poco se transformaba en una casa de locos. John estaba seguro de que todo lo que imaginaba y salía a volar por el mundo, acabaría encontrándose con otra mente distinta. Y del mismo modo creía que cuando se le ocurría dar vueltas a un tema en su cabeza, habían sido los pensamientos de otra persona, que se habían topado con él y habían decidido quedarse un rato. Por esa razón estaba preocupado. Si su ventana no dejaba que sus ideas se escabulleran, ¿quién escucharía todo lo que gritaba en silencio? Porque gritar en voz alta estaba prohibido. Se rompería el aire, lleno de secretos. Él podía oírlos, si escuchaba. Y entonces los oyó.

     Le gustaba el sonido de los llantos. Imaginaba las lágrimas chocando contra el suelo; rompiéndose como sólo se pueden romper ellas. Por eso no fue a mirar lo que le ocurría a su hermano, y quizás ese fue un grave error. Las fuertes pisadas de su madre retumbaron por todo el piso. Podría haber reconocido el sonido de sus pasos entre miles de ellos. Sonaban alarmados. Gritó. Ella no sabía que no estaba permitido. En su cabeza pudo oír el sonido del aire haciéndose pedazos. Y algo más.

     Se acercó despacio al que había sido su sitio favorito en el mundo, donde solía volar. Desde entonces entrar en su antigua habitación era peor que la más aterradora de las pesadillas. Su madre yacía muerta en el suelo, con sus brazos cruzados en el pecho, y entre ellos uno de los mellizos. 

viernes, 2 de agosto de 2013

Las virtudes del abismo. (Capítulo dos).

     Las marcas en la nieve de su paso ya estaban empezando a cubrirse con las pisadas de otros muchos. Iban con tanta prisa por la vida que no pudieron ni detenerse un momento a observar que unos pequeños pies iban descalzos por las calles de Madrid. Hasta que ella se dio cuenta.

     Era difícil seguir el rastro por culpa de todos aquellos que eran indiferentes y se aislaban en su propia cabeza sin tener en cuenta nunca los problemas de los demás. Llegó un momento en el que pensaba que lo había perdido. Siguió el camino hacia su chocolatería favorita. Salió de ella con un enorme vaso de chocolate caliente, demasiado grande para sus diminutas manos, y le iba dando sorbitos mientras se acercaba a su rincón preferido del Parque de Berlín.

     Apartó un poco de nieve del banco y se sentó sobre su gordo abrigo gris, mientras seguía disfrutando del cacao y de las luces apagadas que se encenderían pronto, porque se acercaba la Navidad. Se quedó un rato pensando. El viento frío azotaba su rostro e intentaba robarle el gorro que le cubría las orejas, para que no se le pusieran tan coloradas como ya tenía la nariz. Le encantaba ese gorro. En realidad era una niña que sabía disfrutar de todo; de lo más grande, de lo más pequeño, y hasta incluso en las peores cosas conseguía sacar siempre el lado bueno. Era pequeña, y eso le gustaba. No quería crecer, por ahora. Los otros niños estaban ansiosos de dejar todo lo que tenían atrás y hacerse mayores. Ya tendrían tiempo para eso. Entonces en ese momento decidió que por mucho que creciera, siempre dejaría un hueco para la pequeña ella.

     Recordó de pronto las huellas descalzas. Se quitó las gruesas botas grises que le había comprado su madre el año pasado, y las dejó olvidadas en aquel banco. Le gustaba el frío, y sentir cómo el hielo se colaba entre sus dedos hizo que deseara que jamás se hubieran inventado los zapatos. Corrió hasta que vio que el cielo empezaba a oscurecerse. Entonces volvió a casa.

     Esa noche no se puso calcetines para dormir. Empezó a pensar en las marcas en la nieve que había visto por la mañana. Le picaba la curiosidad. Decidió que al día siguiente volvería a salir en busca de esos pequeños pies. Entonces cayó rendida ante el cansancio de un día agotador. Le gustaba dormir, y estaba ansiosa de que llegara el día siguiente para poder levantarse, porque también le gustaba estar despierta. Se acurrucó entre los edredones y sintió otra vez el frío rozando sus menudas piernas.


jueves, 1 de agosto de 2013

Las virtudes del abismo. (Capítulo uno).

     Su mente era un remolino de incertidumbre. Si alguien hubiera podido curiosear en su interior no habría encontrado nunca el camino correcto hasta llegar al centro de sus pensamientos (y seguramente el principal motivo es que no lo había). No funcionaba igual que el de cualquier chico de su edad, o de cualquier otra. Era distinto a cada uno de los seres que pisaron una vez la Tierra, la estaban pisando, o alguna vez lo harían. Aquello no parecía un problema a simple vista; hasta que empezó a serlo.

     Todas las noches se tumbaba en la cama, mientras observaba cómo la pintura se iba despegando por la humedad. Así fue como aprendió a soñar. «Los sueños nunca se crean boca abajo, porque se acabarán cayendo, siempre hay que mirar lo más alto posible.» Soñaba con volar, como cualquier niño, pero él era capaz de verlo. Con su mente, podía recorrerse los cielos de París en una noche, si así lo quería. Siempre supo que él era complicado, pero le gustaba. El marrón de sus ojos quedó al descubierto en su máxima plenitud cuando oyó a su madre gritar. Desgarrador. Todo pasó muy deprisa.

     Al día siguiente fue al hospital acompañado de su abuela. Ella le había puesto una de sus gordas bufandas de lana, de forma que, si se miraba de lejos, se podía descubrir a un rechoncho punto azul, caminando al lado de una menuda señora que cojeaba de la pierna derecha. No sabía lo que sentía, pero a pesar de tener solo siete años, sabía perfectamente que era una sensación ordinaria en alguien que dejaría de ser el centro de atención en casa.

     Los pequeños mellizos no se parecían en nada a él. Su mata de cabello era de un fuerte color rojo cobrizo, nada normal en unos recién nacidos. Y envidiaba sus ojos claros, parecidos al tono que tiene el agua recién derretida de la cumbre de una montaña. No tardaron mucho en volver a casa. Empezaron a hacer cambios en su habitación. Era más grande, y sería mejor para sus hermanos. No se quejó, no solía hacerlo. Pero se sentía vacío. Era el lugar donde había aprendido a soñar.

martes, 9 de julio de 2013

Las virtudes del abismo. (Prólogo).

     "Dime, ¿a qué llamas tú inspiración?" Preguntó ella con la voz suave, entre susurros. Se apoyaba en el brazo del sofá granate que adornaba aquella amplia habitación de madera donde él solía crear. La luz de la farola más cercana atravesó la ventana del tejado, iluminando el rostro de la chica, como si se tratase de la Luna. La misma que en ese instante él se disponía a dejar grabada en un grueso papel color pergamino agarrado a la pared con el clavo de siempre, ya algo oxidado.

     El sonido que se producía al rozar el carboncillo con la lámina hizo que cerrase los ojos y disfrutase de él como si fuera el más apasionado de los violines en su último respiro. Tomó aire y continuó, haciendo que su mano fluyera de la misma forma que lo hace una medusa desplazándose por lo más profundo del mar.

     Ella siguió contemplando. Le conocía, no era un chico de muchas palabras. Él sabía que estaba siendo observado, lo sabía, pero lo olvidaba.

     El olor a pintura seca, madera y el frío de la noche, era su conjunto favorito. Solía ser una persona muy tranquila, y cuando entraba en esa habitación desaparecía, dejando únicamente sus manos, con las que sostenía el pincel, y la inspiración... ella había hablado sobre eso, ¿no? "La inspiración es como la felicidad, no hay que buscarla, ella te encontrará a ti. Solo tienes que buscar tu sitio."

     Ella abrió los ojos y sonrió despacio. Le gustaban sus palabras. Volvió a recostarse y su largo cabello rubio le acarició los hombros. Se quedó dormida.

     Él siguió con su Luna de papel hasta que la verdadera desapareció, una vez más.

lunes, 8 de julio de 2013

"El cine francés siempre había sido su favorito"

     Andaba perdida en un mundo donde todo estaba pintado de blanco y negro. Si cerraba los ojos y se dejaba empapar por todo lo que le rodeaba, era capaz de escuchar las teclas de un piano flotando a lo lejos, como si pudiera adentrarse en los sueños de alguien que llevase años dormido. 
     Siguió caminando por las grises calles mientras observaba cómo el cielo se manchaba de nubes, salpicándolo como si se tratara de un gran lienzo. No pertenecía a ese lugar, y aún así se sentía como en casa. El cine francés siempre había sido su favorito, y ahora era parte de él.

Un pequeño mirlo.

viernes, 5 de julio de 2013

"¿Escapar?"

     Palabras. Solo conceptos sin un significado demasiado complejo. El problema viene cuando todos esos conjuntos de letras se transforman en algo más.
      El miedo puede ser peligroso. A veces por falta de él, por exceso, o simplemente por su ausencia. Es un sentimiento que sabe cómo esconderse, pero al que todos conocen. Apuesto lo que sea a que tú, lector al que conozco, o no, lo has sentido en algún momento de tu vida.
      Se disfraza. Tiene mil rostros, se muestra de todas las maneras posibles, y sigue siendo conocido con un único nombre. Compañero solitario vestido de sombra... o de luz. Cuando te coge de la mano, como el más suave de los silbidos, y te arrastra hacia sí, entonces es cuando sientes la necesidad de escapar.
     Irte lejos, no volver durante un tiempo. Alejarte de las caricias de ese frío que no te dejaba respirar, que ahogaba. ¿No suena tentador? Descubrir, observar. Desatar nudos, los más fuertes. Pero no te descuides: 'El miedo puede ser peligroso. A veces por falta de él, por exceso, o simplemente por su ausencia.'

Un pequeño mirlo.

"La pálida muerte"

     Todo el mundo nace, igual que todo el mundo muere. Quizás sea esto lo único que podemos asegurar con absoluta certeza. Pero, ¿y todo lo que hay entre medias? Habrá gente que no le encuentre sentido, ¿verdad? "¿Para qué aprovechar el tiempo si al final voy a acabar bajo tierra?" Otros pensarán todo lo contrario. "Divertirse es lo primero, la vida es corta." A mi parecer, lo más importante es vivir, y dejar vivir. O como dijo Paul McCartney, vivir y dejar morir. Es justo, ¿no? Empieza por buscar una meta, lo más grande y alucinante que te puedas imaginar, algo que no puedas conseguir en un día, ni en un año. Si lo consigues, y le demuestras al mundo lo que eres capaz de hacer, cuando la pálida muerte te alcance, no habrás desaparecido del todo.

Un pequeño mirlo.

jueves, 4 de julio de 2013

"Pequeño mirlo"

     Quizás era una chica demasiado resuelta, o quizás no. Solía tener bastante claras las cosas... excepto cuando no las tenía. Es ese tipo de persona que va regalando sonrisas, segura de que algún día serán respondidas. Y se cae, por supuesto, pero intenta no hundirse, y escala hasta que vuelve a subir.
     Hay veces que piensa que no pertenece a esta época, ¿y los conciertos de los Beatles qué? Lo mejor que puede hacer es coger un papel y un lápiz, ponerse uno de sus discos de fondo y empezar a dibujar. (Y si hay unas cuantas fresas cerca mejor que mejor).
     Algún día viajará por todos lados, conocerá mundo. De momento... vive, y a ver qué pasa. Intenta no equivocarse durante el camino, y sabe que nunca debe arrepentirte de nada que ya haya pasado.
     Le encanta perderse entre las páginas de los libros, olvidarse de todo para acercarse a lo que está más lejos aún. Ojalá viviera rodeada de letras, como ellos. O mejor aún, ser un pájaro. Un mirlo. Y poder volar. Muy alto, y muy lejos."Free as a bird".
     Pero ella es feliz a su manera.

Un pequeño mirlo.