viernes, 2 de agosto de 2013

Las virtudes del abismo. (Capítulo dos).

     Las marcas en la nieve de su paso ya estaban empezando a cubrirse con las pisadas de otros muchos. Iban con tanta prisa por la vida que no pudieron ni detenerse un momento a observar que unos pequeños pies iban descalzos por las calles de Madrid. Hasta que ella se dio cuenta.

     Era difícil seguir el rastro por culpa de todos aquellos que eran indiferentes y se aislaban en su propia cabeza sin tener en cuenta nunca los problemas de los demás. Llegó un momento en el que pensaba que lo había perdido. Siguió el camino hacia su chocolatería favorita. Salió de ella con un enorme vaso de chocolate caliente, demasiado grande para sus diminutas manos, y le iba dando sorbitos mientras se acercaba a su rincón preferido del Parque de Berlín.

     Apartó un poco de nieve del banco y se sentó sobre su gordo abrigo gris, mientras seguía disfrutando del cacao y de las luces apagadas que se encenderían pronto, porque se acercaba la Navidad. Se quedó un rato pensando. El viento frío azotaba su rostro e intentaba robarle el gorro que le cubría las orejas, para que no se le pusieran tan coloradas como ya tenía la nariz. Le encantaba ese gorro. En realidad era una niña que sabía disfrutar de todo; de lo más grande, de lo más pequeño, y hasta incluso en las peores cosas conseguía sacar siempre el lado bueno. Era pequeña, y eso le gustaba. No quería crecer, por ahora. Los otros niños estaban ansiosos de dejar todo lo que tenían atrás y hacerse mayores. Ya tendrían tiempo para eso. Entonces en ese momento decidió que por mucho que creciera, siempre dejaría un hueco para la pequeña ella.

     Recordó de pronto las huellas descalzas. Se quitó las gruesas botas grises que le había comprado su madre el año pasado, y las dejó olvidadas en aquel banco. Le gustaba el frío, y sentir cómo el hielo se colaba entre sus dedos hizo que deseara que jamás se hubieran inventado los zapatos. Corrió hasta que vio que el cielo empezaba a oscurecerse. Entonces volvió a casa.

     Esa noche no se puso calcetines para dormir. Empezó a pensar en las marcas en la nieve que había visto por la mañana. Le picaba la curiosidad. Decidió que al día siguiente volvería a salir en busca de esos pequeños pies. Entonces cayó rendida ante el cansancio de un día agotador. Le gustaba dormir, y estaba ansiosa de que llegara el día siguiente para poder levantarse, porque también le gustaba estar despierta. Se acurrucó entre los edredones y sintió otra vez el frío rozando sus menudas piernas.


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