domingo, 19 de enero de 2014

Las virtudes del abismo. (Capítulo trece).

     Cuando entraron en su casa fueron directamente al cuarto de Victoria sin hacer ruido. Ella ya estaba descalza, él no tardó en seguir sus movimientos. La niña se sentó en el suelo y le indicó que hiciese lo mismo. Los dos se agacharon para echar una mirada bajo la cama; estaba repleta de juegos sin estrenar.

     -También tengo otro vestido en el armario, aparte del que llevo puesto, pero con eso no se puede jugar.

     Alargó su torpe manita, pero no fue capaz de alcanzar su objetivo. Probó John, y sacó dos peluches en forma de oso. Se pasaron la tarde contemplando todos sus nuevos regalos. Al terminar de verlos, Victoria se metió entera bajo la cama, y John le siguió. Miraron desde allí la madera que les cubría, cogidos de la mano.

     -Elije uno- dijo entonces ella-, vamos, dime, ¿cuál ha sido el que más te ha gustado?

     Giró la cabeza para mirarle, y sus ojos se encontraron. Se quedaron en silencio.

     -Venga, quiero que tengas uno de mis juguetes- repitió ella, mirándole con los ojos muy abiertos, acostumbrándose a la oscuridad-. ¡Ay!

     Sintió un pinchazo en el muslo, y empujó suavemente a su amigo para indicarle que saliera y le dejase comprobar qué era lo que había sentido. Rebuscó a tientas y topó con una caja de madera. La arrastró hacia fuera, y parpadeó para volver a hacerse idea de la luz.

     -¡Claro, casi lo olvido! ¿Quieres abrirla tú, John?

     Él se acercó e hizo chasquear las hebillas que cerraban el arca. Cuando se abrió, los dos pudieron ver lo que parecían miles de tubos de colores, en dos pisos. Y bajo los óleos, otro piso completo de pinceles sin estrenar, apoyados sobre una paleta rectangular con un agujero en el extremo para ser sujeto por sus diminutos pulgares.

     -Vic. Quiero este.

     Ella asintió sonriente, sorprendida porque le hubiese llamado Vic. Intentaron alzarlo entre los dos, lo dejaron sobre la cama, se abrigaron y corrieron para salir y llevar el nuevo maletín de John a su casa. Salieron de forma precipitada, y cuando estaban a mitad de camino, habiendo dejado varios tropezones superados atrás, chocaron contra un hombre. La caja cayó, abriéndose y desperdigando las pinturas por el suelo de la calle. Se agacharon deprisa, y el hombre les acompañó disculpándose. Victoria alzó la mirada y descubrió un rostro arrugado y conocido.

     -¡Moon!

     -Hola, niña- respondió éste, alegre, con un tono de voz grave y amistoso-, dejad que lo lleve yo. Encantado, caballero- dijo refiriéndose a John-.

     El niño dirigió hacia él una tímida inclinación de cabeza, y siguieron su camino acompañados del anciano, que curiosamente llevaba consigo un paraguas oscuro, en un día tan soleado como aquel.

jueves, 2 de enero de 2014

Las virtudes del abismo. (Capítulo doce).

     Su padre casi había olvidado que ese día volvía al colegio. En realidad nunca se acordaba de ese tipo de cosas, siempre era su madre quien organizaba esa parte (y ya no estaba...). Pero él sí lo había recordado, y aunque realmente sus ganas de desaparecer del mundo se ampliaban cada vez más, sabía que allí podría ver a Victoria. Se preparó rápidamente y salió de casa sin despertar a nadie (porque en realidad ninguno de ellos se percataría de su ausencia).

     Bajo el abrigo desabrochado de Victoria se veía su nuevo vestido que le habían regalado los Reyes Magos. Era azul celeste, sencillo, adornado con una cinta blanca que rodeaba su cintura, ¡y llevaba calzado! Hablaba alegremente con dos de sus compañeras, alzando los brazos y dando pequeños saltitos mientras se contaban entre ellas todas sus novedades. John siempre había pasado desapercibido en el colegio, no le sorprendía que Victoria no le hubiera reconocido cuando se vieron por primera vez en el parque, pero a él le gustaba guardar todo lo que veía, escuchaba, olía o sentía, y había visto a las tres chicas juntas un millón de veces.

     Una de ellas, la que estaba cubierta de pecas por todo el cuerpo, y se acumulaban incluso más en la nariz, se llamaba Xiana. Tenía los ojos grandes, del color de la miel, y era bastante alta para su edad. Desde que la conocía llevaba su pelirrojo cabello corto, y recogido con una diadema; sonreía poco, pero se pasaba el día haciendo bromas, aunque su timidez impedía que hablase con mucha más gente aparte de sus dos amigas de siempre. La otra chica era de una estatura parecida a la de Victoria, nunca había sido especialmente delgada, pero su clara simpatía despertaba un interés en los demás y todo el mundo la quería. Su pelo dibujaba rizos perfectos de un negro tan oscuro que parecían tintados con la noche, y los ojos hacían juego con ellos. Tenía la costumbre de llevarse las manos regordetas a sus mofletes y aplastarlos, semejándose a un pez, y a todo el mundo le parecía encantadora. Ella era Flavia.

     Ese día fue como cualquier otro día de colegio. Jugaron, leyeron algunos cuentos y se contaron lo que habían hecho en las vacaciones como si fuese lunes y hubiese pasado un fin de semana muy largo. John no estaba en la misma clase que Victoria, y cuando le llegó su turno en la asamblea no tuvo a nadie a quien mirar. Echó la cabeza hacia abajo, fijándose en la gruesa alfombra en la que todos estaban sentados, y dijo:

     -Gané en el juego de correr por las nubes.

     Pero entonces Raúl, el niño de al lado, empezó a contar todos sus nuevos regalos: un coche tele-dirigido, unos cuantos cómics con sus figuritas de acción, su película favorita, un jersey,... ¡incluso bombones! Todos los chicos y chicas de la clase abrieron mucho los ojos, y hasta alguno mostró ampliamente sus pequeños dientecitos. Quisieron acercarse para convencerlo de que les dejase ir a jugar a su casa alguno de los próximos sábados. Todos se olvidaron de John. Pero no le importaba (o eso quería creer).

     Al salir del colegio, vio a Xiana ayudando a Flavia a colocarse la mochila, que se había quedado con uno de los tirantes torcido. Se acercó y quiso preguntar por su amiga, pero no se dieron cuenta, cogieron sus manos y se alejaron hacia la mamá de una de ellas, que las esperaba con una sonrisa radiante y dos zumos en la mano. Él cogió otro camino y siguió solo, dando pasos pequeños para alargar la distancia hasta su casa. Jugaba a colocar el talón del pie más atrasado en la punta del que estaba por delante repetidas veces, intentando no perder el equilibrio. Estaba tan concentrado que no oyó las pisadas de Victoria, que se acercaba. Revolvió su pelo y él se volvió sorprendido. No sonrió, pero ella pudo ver que le agradecía la presencia con la mirada.

     -John, ven a mi casa, voy a enseñarte mis regalos.

     No dijeron nada más, entre ellos no hacían tanta falta las palabras.


Un pequeño mirlo.