domingo, 22 de diciembre de 2013

Las virtudes del abismo. (Capítulo once).

     Era tarde. Victoria entrelazó sus pequeños dedos en los enmarañados mechones rubios esperando desenredarlos, sin mucho acierto. Su madre se acercó a ella y le cepilló el pelo en silencio. La pequeña cerró los ojos y dejó que el final de las púas le fuese acariciando. En cuanto terminó, su madre le trenzó el pelo y la arropó, antes de posar sus carnosos labios en la frente de la niña. Se despidió con un susurro y apagó la luz.

     Se le escapó una lágrima. No estaba segura de la causa, en realidad había tenido un buen día. John le había enseñado su habitación, su refugio secreto. Era de madera, le había recordado a la casa del árbol que siempre quiso tener. Además podía ver el cielo por una ventana que había colocada en el techo. Pero le había sorprendido que no había juguetes, estaba vacío, salvo por la cama, a la que su amigo había invitado a tumbarse. Estuvieron hablando durante horas (sobre todo ella, porque aunque John hubiese encontrado alguien con quien poder expresarse, seguía siendo alguien que prefería ser más suyo que de otra persona). No había sido como una tarde en casa de alguna de sus amigas, pensaba Victoria. No había muñecas, ni la mamá había traído la merienda con una sonrisa gigante... Solo hubo palabras, y miradas de comprensión. Él era muy diferente, pero le gustaba. 

     Se encendió la luz. Ella parpadeó molesta y restregó su puño por los ojos para acostumbrarse a la ausencia de oscuridad. Entonces vio a su padre, que se acercó rápidamente a su cama son una gran sonrisa. La elevó por los aires y empezó a dar vueltas. Él era tan alto que a Victoria le pareció como si volara. No entendía nada. Le acarició la cara y notó que raspaba por la barba del día anterior, rió por eso. Su madre también estaba, apoyada en el marco de la puerta, riendo como hacía ella. Entonces volvió al suelo, y sus padres agarraron cada uno una mano.

     -Papi, mami, ¿qué pasa? Estaba durmiendo.

     Vio que echaban una mirada cómplice entre ellos y empezaron a andar hacia el salón de su casa. La puerta estaba cerrada, y no acostumbraba a estarlo. Se extrañó, no sabía lo que estaba pasando, ni la alegría que parecía extenderse por todas partes, pero le parecía bien, y no puso reparos. Se pararon en la entrada, y sus padres le indicaron que podía abrirla.

     Todo estaba colorido, y miles de pequeñas luces brillaban adornando cada rincón. Podía respirar la magia. Y cuando miró a su al rededor descubrió su montaña de regalos. Pegó un grito y corrió alegre a su encuentro. Giró la cabeza hacia sus padres, que estaba riendo abrazados. Era seis de enero, y lo había olvidado. 

     John sabía el día que era, pero no quiso levantarse de la cama, estaba esperando a que llegase su madre, como cada Navidad pasada. Pero esta vez, eso no llegaría a ocurrir. Entonces decidió ir él a buscar a su padre. Se levantó corriendo y cuando llegó a su cuarto le zarandeó con fuerza y emoción contenida a pesar de su ya corriente brillo triste en los ojos. Cuando consiguió despertarlo, anunció la fecha. Su padre abrió mucho los ojos y siguió a su hijo, que había desaparecido tras la puerta rápidamente. Cuando llegó a la sala de estar, donde su madre, la abuela del pequeño, solía colocar el árbol de Navidad, encontró al niño parado ante él, teniendo frente a sí nada más que unas cuantas bolas de colores colgadas de sus ramas, y ningún regalo que poder abrir.


Un pequeño mirlo.

domingo, 15 de diciembre de 2013

Las virtudes del abismo. (Capítulo diez).

     No ha existido día en el que todas las personas que pisan el mismo mundo se pusieran de acuerdo en estar felices. Siempre van a existir aquellos de mirada vacía, o quizás profundamente triste, pero en su conjunto, gente que no disfruta de la vida. Victoria había estado pensando en eso toda la tarde, tras haber desayunado con ese señor tan simpático que le había invitado a un chocolate. Había dicho que se llamaba algo parecido a "Mun", y que significaba "luna". A ella le gustó, así que no puso objeciones.

    Cuando Moon (que era como realmente el hombre se había presentado) se levantó, agarrando su paraguas con su mano temblorosa, pero fuerte y decidida, Victoria ya casi había acabado su taza y tenía un bigote de cacao dibujado en la cara. Él se despidió inclinando un poco la cabeza, y asegurando con su voz ronca que estaría encantado de volver a verla. Ella sonrió y salió a su lado por la puerta. Siguieron direcciones distintas, la niña empezó a caminar hacia el parque. Volteó la cabeza un segundo, pero ya había perdido de vista al hombre. Se encogió de hombros y siguió su camino, hasta que divisó una figura encogida en uno de los bancos más lejanos. Comenzó a correr hasta que llegó a él.

     -John -escuchó, sintiendo que su voz rompía el aire silencioso, coloreándolo y haciéndolo más cálido.

     Elevó un poco la cabeza para echar una mirada a través de sus vidriosos ojos. Parpadeó para poder verla de forma más nítida. Intentó sonreír, pero solo lo intentó. Ella se sentó a su lado, y le puso en la espalda una de sus manos, todavía templada por el chocolate. Sintió cómo un escalofrío recorría el cuerpo de su amigo, y decidió darle un torpe abrazo. John no hizo nada. Solo lloró. Lloró durante mucho tiempo, y por primera vez en su vida, confió en alguien.

     Victoria se quedó mirándole después de escuchar toda su historia. Él... había desnudado su mente y le había contado sus secretos más escondidos. Le explicó cómo sus pensamientos disfrazados de hilos de colores navegaban en la oscuridad de su abismo. Era diferente a todos los demás, y siempre había estado solo. Su asombro por las cosas más inútiles había provocado a la muerte, y ya no podía más con tanto peso en una coraza tan diminuta como era la suya (aunque había ido construyendo una cada vez más grande para esquivar los incesables golpes que le llegaban por todos lados). También le dijo que su padre parecía haber desaparecido del mundo, y que su abuela estaba demasiado pendiente de su hermano pequeño como para fijarse en él. Lo había soltado todo como jamás había hecho. Y se sintió bien. Aunque ella no tuviese una respuesta y mucho menos una solución para todo eso, le había escuchado, había intentado entenderle, y eso era suficiente.

     Se quedaron en silencio un buen rato, dados de la mano. Hasta que Victoria habló:

     -Ya no estás solo -bajó la mirada a sus manos unidas-, ¿ves? Eres mi amigo, y te voy a ayudar a que aprendas a estar contento, de verdad.

     -Gracias, Victoria -dijo sobresaltándose de pronto por un copo que le había caído en las pestañas mientras parpadeaba-. Hace frío aquí, y está empezando a nevar... ¿me acompañas? Te quiero enseñar algo.

     Y se alejaron los dos juntos; Victoria dando saltitos y John temblando de frío, pero ya no tanto por el frío que sentía en su interior, ese poco a poco se estaba fundiendo.


Un pequeño mirlo.