miércoles, 14 de agosto de 2013

Las virtudes del abismo. (Capítulo cinco).

     Volvió a colocar la aguja del tocadiscos al comienzo del vinilo de Abbey Road. Adoraba el sonido que hacía en comparación a los CDs. La música le llamaba mucho la atención. La facilidad con la que las notas se entrelazaban, formando dibujos en el aire, dejando rastros de melodía. Se levantó a por unas galletas de chocolate al ritmo de Something. Volvió a la habitación de invitados, dejándolo todo repleto de migas. (Era torpe incluso para eso.) Victoria pensaba que si tuviera que cambiar algo de su cuerpo, serían sus manos, incapaces de sostener el más simple de los objetos sin que acabara destrozado, desparramado, o algo que se encontrara por los alrededores totalmente manchado. Ineptitud que parecía eterna, pues por más que intentara aprender de ese error absurdo, nunca era capaz de coordinar sus extremidades superiores.

      Al acabar de merendar se abrigó para salir a la calle. Se quedó mirando los ojos de su madre. Eran grises, a juego con la Luna. Siempre había querido tener unos ojos tan bonitos como los suyos. Cuando terminó de colocar su bufanda, se alzó y dejó de mirarla. Tomó el dedo índice de su madre entre los suyos, como hacía desde que era más pequeña todavía, y salieron a pasear. Victoria iba observando las ramas de los árboles secos, y a través de ellas veía el cielo teñido de blanco, señal de que pronto nevaría. Continuó andando, sumida en sus pensamientos, escuchando el silencio (porque se escucha), cuando tropezó. Su madre, rápida, acudió a ayudarla para que se levantara. Una voz cantarina, con una pizca de tristeza, quizás, pidió disculpas. Ella alzó la mirada y de manera desprevenida descubrió a un niño al que no había visto nunca. Sonrió, no se había hecho daño.

     Jugaban a carreras de surcar el cielo. Se lo había enseñado ella, después de que su madre insistiera en ir juntos al parque, y así mientras, ella podría refugiarse entre las páginas de un libro y un humeante café. El juego no tenía más misterio que alzarse en el columpio lo más alto posible, simulando que caminas por las nubes, y llegar más lejos que nadie.

     -Soy Victoria, ¿tú cómo te llamas?- preguntó ella, sin levantar demasiado la voz, en el tono perfecto para que él pudiera escucharle.

     -John- contestó, en el mismo tono de voz.

     Y desde ese momento ya supo que era un niño diferente a los demás, pero le gustaba, aunque no hubiera sido capaz de ganarle al juego que ella había inventado. La forma en que su nuevo amigo hablaba, o miraba, le resultaba extraña, era algo más que timidez, escondía un secreto, y a ella le encantaban los secretos.

1 comentario:

  1. Tengo pendiente leerte, pero, ¿Por dónde andas? Has desaparecido completamente y estoy algo preocupada. Da alguna señal de vida, anda.

    'La otra' Mery.

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