Aquella noche durmió en el cuarto de madera de casa de su
abuela, mientras una gélida y suave lágrima explorar su rostro despacio,
rebuscando cada pequeño detalle. Era una habitación vacía y fría. No tenía cama,
por lo tanto se había acostado en el suelo, pero estaba demasiado preocupado
como para pensar en ello. Había entrelazado los dedos, tenía las manos sobre la
cabeza y los brazos tapando sus orejas, para escabullirse de la realidad. John
rara vez lloraba, él pensaba que los sentimientos eran algo demasiado personal
como para ir gritándoselos al mundo, pero todo el mundo necesita gritar de vez
en cuando. (Sobre todo si se atribuía la culpa de la llegada de la muerte).
Despertó de un sobresalto, vio los ojos hinchados de su
padre, había estado llorando. El padre de John había vuelto del trabajo la
noche anterior demasiado tarde como para preguntarse por qué su mujer no estaba
ya metida en la cama. A la mañana siguiente se había encontrado con la misma situación,
y descubrió la terrible escena con el añadido de la desaparición de su hijo
mayor. Cuando por fin le encontró, en su sitio favorito, corrió tan rápido y le
oprimió tan fuerte entre sus brazos que John casi se quedó sin respiración.
Estuvieron así durante mucho tiempo, ninguno de los dos supo nunca la longitud
de ese abrazo, tan largo y reconfortante, y aun así demasiado corto. Sin
palabras, porque a veces el silencio está mucho más lleno que lo que pueden
estar simples frases consoladoras.
Se echó en la cama para pensar, como parte de su rutina. En
los últimos días habían estado preparando la mudanza a casa de su abuela. Se
había quedado con su rincón. Todo seguía estando vacío, había preferido dejarlo
así, como metáfora, refiriéndose a él mismo. Vacío era lo que sentía. No
soportaba tener a Daniel cerca, su hermano pequeño. Cada vez que le miraba se
le empañaban los ojos y sentía una fuerte opresión en el pecho. Culpa. Por eso
se pasaba los días enteros encerrado en su habitación. Aunque últimamente le
gustaba escapar al parque, tumbarse en la nieve y dejar que lo demás viniese
por su propia cuenta. Y así fue como ocurrió.
-¡Hola!- dijo una voz que le resultaba extrañamente
familiar-. John, ¿verdad?
Ella pudo ver sus inquietantes ojos marrones, el cofre de un
enorme secreto, y sonrió dejando entrever sus pequeños dientecitos de leche.
Victoria se agachó, y se tumbó a su lado, viendo cómo caían los copos, y puso
su diminuta y torpe mano encima de la de él, agarrándole suavemente. Él se
sintió bien. Parecía que había olvidado la palabra felicidad hacía siglos, pero
entonces algo pequeño (pero brillante) se iluminó.