miércoles, 18 de septiembre de 2013

Las virtudes del abismo. (Capítulo seis).

     Aquella noche durmió en el cuarto de madera de casa de su abuela, mientras una gélida y suave lágrima explorar su rostro despacio, rebuscando cada pequeño detalle. Era una habitación vacía y fría. No tenía cama, por lo tanto se había acostado en el suelo, pero estaba demasiado preocupado como para pensar en ello. Había entrelazado los dedos, tenía las manos sobre la cabeza y los brazos tapando sus orejas, para escabullirse de la realidad. John rara vez lloraba, él pensaba que los sentimientos eran algo demasiado personal como para ir gritándoselos al mundo, pero todo el mundo necesita gritar de vez en cuando. (Sobre todo si se atribuía la culpa de la llegada de la muerte).

     Despertó de un sobresalto, vio los ojos hinchados de su padre, había estado llorando. El padre de John había vuelto del trabajo la noche anterior demasiado tarde como para preguntarse por qué su mujer no estaba ya metida en la cama. A la mañana siguiente se había encontrado con la misma situación, y descubrió la terrible escena con el añadido de la desaparición de su hijo mayor. Cuando por fin le encontró, en su sitio favorito, corrió tan rápido y le oprimió tan fuerte entre sus brazos que John casi se quedó sin respiración.

     Estuvieron así durante mucho tiempo, ninguno de los dos supo nunca la longitud de ese abrazo, tan largo y reconfortante, y aun así demasiado corto. Sin palabras, porque a veces el silencio está mucho más lleno que lo que pueden estar simples frases consoladoras.

     Se echó en la cama para pensar, como parte de su rutina. En los últimos días habían estado preparando la mudanza a casa de su abuela. Se había quedado con su rincón. Todo seguía estando vacío, había preferido dejarlo así, como metáfora, refiriéndose a él mismo. Vacío era lo que sentía. No soportaba tener a Daniel cerca, su hermano pequeño. Cada vez que le miraba se le empañaban los ojos y sentía una fuerte opresión en el pecho. Culpa. Por eso se pasaba los días enteros encerrado en su habitación. Aunque últimamente le gustaba escapar al parque, tumbarse en la nieve y dejar que lo demás viniese por su propia cuenta. Y así fue como ocurrió.

     -¡Hola!- dijo una voz que le resultaba extrañamente familiar-. John, ¿verdad?


     Ella pudo ver sus inquietantes ojos marrones, el cofre de un enorme secreto, y sonrió dejando entrever sus pequeños dientecitos de leche. Victoria se agachó, y se tumbó a su lado, viendo cómo caían los copos, y puso su diminuta y torpe mano encima de la de él, agarrándole suavemente. Él se sintió bien. Parecía que había olvidado la palabra felicidad hacía siglos, pero entonces algo pequeño (pero brillante) se iluminó.