Volvió a colocar la aguja del tocadiscos al comienzo del vinilo
de Abbey Road. Adoraba el sonido que hacía en comparación a los CDs. La música
le llamaba mucho la atención. La facilidad con la que las notas se
entrelazaban, formando dibujos en el aire, dejando rastros de melodía. Se
levantó a por unas galletas de chocolate al ritmo de Something. Volvió a la
habitación de invitados, dejándolo todo repleto de migas. (Era torpe incluso
para eso.) Victoria pensaba que si tuviera que cambiar algo de su cuerpo,
serían sus manos, incapaces de sostener el más simple de los objetos sin que
acabara destrozado, desparramado, o algo que se encontrara por los alrededores
totalmente manchado. Ineptitud que parecía eterna, pues por más que intentara
aprender de ese error absurdo, nunca era capaz de coordinar sus extremidades
superiores.
Al acabar de merendar
se abrigó para salir a la calle. Se quedó mirando los ojos de su madre. Eran
grises, a juego con la Luna. Siempre había querido tener unos ojos tan bonitos
como los suyos. Cuando terminó de colocar su bufanda, se alzó y dejó de mirarla.
Tomó el dedo índice de su madre entre los suyos, como hacía desde que era más
pequeña todavía, y salieron a pasear. Victoria iba observando las ramas de los
árboles secos, y a través de ellas veía el cielo teñido de blanco, señal de que
pronto nevaría. Continuó andando, sumida en sus pensamientos, escuchando el
silencio (porque se escucha), cuando tropezó. Su madre, rápida, acudió a
ayudarla para que se levantara. Una voz cantarina, con una pizca de tristeza,
quizás, pidió disculpas. Ella alzó la mirada y de manera desprevenida descubrió
a un niño al que no había visto nunca. Sonrió, no se había hecho daño.
Jugaban a carreras de surcar el cielo. Se lo había enseñado
ella, después de que su madre insistiera en ir juntos al parque, y así mientras,
ella podría refugiarse entre las páginas de un libro y un humeante café. El
juego no tenía más misterio que alzarse en el columpio lo más alto posible,
simulando que caminas por las nubes, y llegar más lejos que nadie.
-Soy Victoria, ¿tú cómo te llamas?- preguntó ella, sin
levantar demasiado la voz, en el tono perfecto para que él pudiera escucharle.
-John- contestó, en el mismo tono de voz.
Y desde ese momento ya supo que era un niño diferente a los
demás, pero le gustaba, aunque no hubiera sido capaz de ganarle al juego que
ella había inventado. La forma en que su nuevo amigo hablaba, o miraba, le
resultaba extraña, era algo más que timidez, escondía un secreto, y a ella le
encantaban los secretos.