lunes, 5 de agosto de 2013

Las virtudes del abismo. (Capítulo tres).

     Se encontraba solo, sentado en el suelo helado de la casa de su abuela. No le gustaba estar en la suya, ya no. No desde que pasó... eso. Sentía cómo el frío le recorría el cuerpo. "Frío". Una palabra que podía pasar como sentimiento, ¿no? Gritos ahogados disfrazados de gelidez. Tristeza. Le gustaba cómo sonaba esa palabra, a pesar de todo lo que conllevaba sentirla. En ese momento se sentía así. Debería sentirla con más fuerza, sería lo normal, pero no era igual que los demás. También sentía diferente. No era capaz de pensar en el futuro. Aterrador. Pero no era ese el motivo, simplemente se debía a que su mente podía alcanzar lugares mucho más lejanos; más complejos. La soledad le hacía reflexionar. ¿Qué haría ahora, después de todo el desastre? Parecía que todo estaba emborronado con oscuras manchas de tinta.

     Le oyó llorar, pero no hizo nada. Cerró los ojos en su nueva habitación. Era pequeña y muy oscura. Había únicamente una ventana lo suficientemente grande como para dejar pasar la luz, del tamaño perfecto para que no se escapasen sus pensamientos. Pero él quería que pudiesen huir, evadirse de aquel sitio que poco a poco se transformaba en una casa de locos. John estaba seguro de que todo lo que imaginaba y salía a volar por el mundo, acabaría encontrándose con otra mente distinta. Y del mismo modo creía que cuando se le ocurría dar vueltas a un tema en su cabeza, habían sido los pensamientos de otra persona, que se habían topado con él y habían decidido quedarse un rato. Por esa razón estaba preocupado. Si su ventana no dejaba que sus ideas se escabulleran, ¿quién escucharía todo lo que gritaba en silencio? Porque gritar en voz alta estaba prohibido. Se rompería el aire, lleno de secretos. Él podía oírlos, si escuchaba. Y entonces los oyó.

     Le gustaba el sonido de los llantos. Imaginaba las lágrimas chocando contra el suelo; rompiéndose como sólo se pueden romper ellas. Por eso no fue a mirar lo que le ocurría a su hermano, y quizás ese fue un grave error. Las fuertes pisadas de su madre retumbaron por todo el piso. Podría haber reconocido el sonido de sus pasos entre miles de ellos. Sonaban alarmados. Gritó. Ella no sabía que no estaba permitido. En su cabeza pudo oír el sonido del aire haciéndose pedazos. Y algo más.

     Se acercó despacio al que había sido su sitio favorito en el mundo, donde solía volar. Desde entonces entrar en su antigua habitación era peor que la más aterradora de las pesadillas. Su madre yacía muerta en el suelo, con sus brazos cruzados en el pecho, y entre ellos uno de los mellizos. 

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