Le oyó llorar, pero no hizo nada. Cerró los ojos en su nueva habitación. Era pequeña y muy oscura. Había únicamente una ventana lo suficientemente grande como para dejar pasar la luz, del tamaño perfecto para que no se escapasen sus pensamientos. Pero él quería que pudiesen huir, evadirse de aquel sitio que poco a poco se transformaba en una casa de locos. John estaba seguro de que todo lo que imaginaba y salía a volar por el mundo, acabaría encontrándose con otra mente distinta. Y del mismo modo creía que cuando se le ocurría dar vueltas a un tema en su cabeza, habían sido los pensamientos de otra persona, que se habían topado con él y habían decidido quedarse un rato. Por esa razón estaba preocupado. Si su ventana no dejaba que sus ideas se escabulleran, ¿quién escucharía todo lo que gritaba en silencio? Porque gritar en voz alta estaba prohibido. Se rompería el aire, lleno de secretos. Él podía oírlos, si escuchaba. Y entonces los oyó.
Le gustaba el sonido de los llantos. Imaginaba las lágrimas chocando contra el suelo; rompiéndose como sólo se pueden romper ellas. Por eso no fue a mirar lo que le ocurría a su hermano, y quizás ese fue un grave error. Las fuertes pisadas de su madre retumbaron por todo el piso. Podría haber reconocido el sonido de sus pasos entre miles de ellos. Sonaban alarmados. Gritó. Ella no sabía que no estaba permitido. En su cabeza pudo oír el sonido del aire haciéndose pedazos. Y algo más.
Se acercó despacio al que había sido su sitio favorito en el mundo, donde solía volar. Desde entonces entrar en su antigua habitación era peor que la más aterradora de las pesadillas. Su madre yacía muerta en el suelo, con sus brazos cruzados en el pecho, y entre ellos uno de los mellizos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario