Escuchó a Victoria desde el pasillo:
-Me ha abierto tu padre- dijo, antes de llegar a la habitación- creo que no me ha recon... ¿qué haces?
John se dio la vuelta rápidamente, esperando encontrarse con un ceño fruncido y palabras de reproche por desperdiciar el regalo que ella le había cedido, pero topó con su habitual sonrisa, y pronto se arrodilló junto a los demás colores. Escogió el amarillo, e imitando a su amigo, escribió "Vic" al lado de los trazos de pintura que él había dibujado. Y con los restos del sol que quedaron en sus yemas, manchó la nariz a su compañero artista, desatando así una guerra de pintura de margaritas a las que se le han caído todos sus pétalos y olas del mar en su aliento final, cuando su sal te mordisquea los pies y te regala una colección de las mejores conchas que ha encontrado. Las caras de los dos niños quedaron irreconocibles, y John aprendió esa tarde lo que era el dolor de tripa por culpa de las carcajadas.
A partir de entonces, las paredes de la boardilla quedaron marcadas con las risas de los niños, y el suelo salpicado por un océano de primavera.
John observó esa noche la obra de arte que habían creado entre los dos. Y empezó a pensar que quizás no estaría solo para siempre (aunque él mismo era un buen acompañante en algunas ocasiones). Cerró los ojos acordándose de aquella mañana, cuando se habían convertido en un envoltorio de magdalena transformado en acordeón, y le suplicó a su subconsciente que le volviera a traer pinchazos de felicidad en el estómago. (Pero los sueños son algo que escapa de nuestro control, y en la oscuridad de ese día, otra de sus ya habituales pesadillas le visitaron.)