jueves, 26 de junio de 2014

Las virtudes del abismo. (Capítulo diecisiete.)

     John se sentó en el suelo, junto al maletín de pinturas. Lo abrió con cuidado, disfrutando del chasquido que hacían las cerraduras de metal al sentirse acariciadas por unas manos que las apreciaban. Despacio, miró en el interior, y quitando la vista introdujo su pequeña mano en la caja de madera, rozando con la punta de los dedos los pequeños botes de aceite coloreado, como si quisiera limpiar un polvo acumulado y descubrir lo hay al otro lado de la capa grisácea, sin atreverse a mirar hasta haber terminado. Se detuvo en un momento dado, y se tomó más tiempo para investigar el tubo elegido, atrapándolo en su puño y haciéndolo girar, explorándolo. Tenía los ojos cerrados con tanta fuerza que los pliegues de sus párpados simulaban el envoltorio de una magdalena con la que algún niño había jugado a convertirla en acordeón. Lo sacó de su escondite, y colocó su descubrimiento a la luz del cristal que estaba sobre él. No estaba seguro de si el color era más verde que azul o viceversa. Hizo rotar el tapón, y oprimió hasta que el esmalte hizo de pasta de dientes en su dedo, convertido en cepillo. Escribió su nombre en la pared.

     Escuchó a Victoria desde el pasillo:

     -Me ha abierto tu padre- dijo, antes de llegar a la habitación- creo que no me ha recon... ¿qué haces?

     John se dio la vuelta rápidamente, esperando encontrarse con un ceño fruncido y palabras de reproche por desperdiciar el regalo que ella le había cedido, pero topó con su habitual sonrisa, y pronto se arrodilló junto a los demás colores. Escogió el amarillo, e imitando a su amigo, escribió "Vic" al lado de los trazos de pintura que él había dibujado. Y con los restos del sol que quedaron en sus yemas, manchó la nariz a su compañero artista, desatando así una guerra de pintura de margaritas a las que se le han caído todos sus pétalos y olas del mar en su aliento final, cuando su sal te mordisquea los pies y te regala una colección de las mejores conchas que ha encontrado. Las caras de los dos niños quedaron irreconocibles, y John aprendió esa tarde lo que era el dolor de tripa por culpa de las carcajadas. 

     A partir de entonces, las paredes de la boardilla quedaron marcadas con las risas de los niños, y el suelo salpicado por un océano de primavera.

     John observó esa noche la obra de arte que habían creado entre los dos. Y empezó a pensar que quizás no estaría solo para siempre (aunque él mismo era un buen acompañante en algunas ocasiones). Cerró los ojos acordándose de aquella mañana, cuando se habían convertido en un envoltorio de magdalena transformado en acordeón, y le suplicó a su subconsciente que le volviera a traer pinchazos de felicidad en el estómago. (Pero los sueños son algo que escapa de nuestro control, y en la oscuridad de ese día, otra de sus ya habituales pesadillas le visitaron.)