lunes, 18 de noviembre de 2013

Las virtudes del abismo. (Capítulo nueve).

     Era un día nublado. Victoria alzó sus manos para ponerlas sobre el alfeizar de la ventana, sus pequeños pies descalzos, como ya era costumbre, se pusieron de puntillas y observó. No se veía más allá de las ramas de unos árboles cercanos. Tampoco se oían los pájaros, y ella empezó a reír. Rió tan fuerte que llegó un momento en el que no reconocía el sonido de su voz, solo dejaba que fluyese. No estaba segura de por qué lo hacía, pero le gustaba, y como le gustaba no dejó de hacerlo; hasta que se cayó al suelo de la felicidad.

     -Victoria, cariño, no hagas tanto ruido que estoy intentando leer.

     -Perdona, mami... ¡Es que me he imaginado que las ramas de los árboles me hacían cosquillas, y no he podido parar!

     Su madre le echó una mirada tierna, asintió con la cabeza y se giró para volver a su lectura, pero entonces la niña volvió a hablar:

     -Mamá, ¿por qué John tiene una mirada tan triste, con lo bonita que es la vida?

     La mujer se quedó un momento pensativa, y se acercó a Victoria, elevándola para acto seguido apoyarla sobre sus piernas y contestar:

     -Hay niños que cuando miran las ramas desnudas de los árboles no piensan que les van a hacer cosquillas. Algunos piensan que si se acercan les van a arañar, que les van a hacer daño. No creen que la niebla está hecha de nubes de algodón de azúcar, y que es el motivo perfecto para jugar a un escondite, ellos se imaginan que son sábanas que bajan para no dejarles ver el mundo, para que se queden solos, y les hace llorar. John es uno de esos niños.

     Victoria dejó de mirar a su madre, y fijó la vista en la ventana, pero ya no miraba de la misma manera. Imaginó cómo las grises y finas ramas le dejaban marcas en la piel. Ya no reía. No quería que él sintiese eso. Entonces se levantó y se fue corriendo, dejando a su madre sentada en la cama, que sopló suavemente por la nariz, y observó cómo su pequeña se marchaba, otra vez sin coger sus botas. La miró con sus ojos profundos y grises, y con una sonrisa que no llegaba a serlo, porque no era de felicidad.

     Victoria se chocó con un hombre mayor que llevaba un paraguas abierto aunque no lloviese. El señor echó una mirada hacia abajo y se disculpó, ofreciéndole a la niña un chocolate caliente. ¡Chocolate caliente! Ella, sin tener en cuenta que era un desconocido, se olvidó de que había salido de casa en busca de John, y aceptó encantada el regalo de aquel hombre.

     Entraron en el sitio donde hacían el chocolate favorito de Victoria. Le brillaban los ojos. Los cerró despacio e inspiró profundamente el aroma a cacao. Le cogió la mano al señor del paraguas, y tiró de él para acercarle a unas sillas donde se podía ver el parque desde la ventana. Él se dejó llevar, contento, y se sentó en frente de ella. Pidió de forma educada dos chocolates y comenzaron a hablar.

     Desde un banco del parque de Berlín donde John se había sentado para no sentir nada, la vio, tras una ventana. Puede que en las comisuras de sus labios se asomase una mínima sonrisa. Pero fue tan minúscula que desapareció antes de que nadie que no fuera él mismo pudiese percatarse de ella. Entonces se levantó y se dirigió a otro banco donde no pudiera verla. Sus ojos estallaron en lágrimas.


Un pequeño mirlo.

2 comentarios:

  1. Bueno, pajarito, he de decir que ahora soy una adicta a tus historias.

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    1. Ay, muchas gracias, me alegro de que te guste. ¿Podría saber quién eres?

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