domingo, 23 de marzo de 2014

Las virtudes del abismo. (Capítulo dieciséis).

     Todos los silencios son buenos para pensar. Cada momento libre, aquellos que parecen que con un mínimo soplo van a esfumarse. Como los dientes de león, que crecen con la ilusión de poder volar, y su sueño se cumple cuando ellos prometen satisfacer el de la persona que les anima a realizar el suyo. Él había pedido conocer a Felicidad. Con mayúscula, pues siempre que pensaba en ella se imaginaba una mujer más bien menuda, con una amplia sonrisa y un precioso cabello que podría lucir de manera más bonita, si no fuera porque siempre olvidaba cepillarlo. John siempre había querido que ella le tendiese la mano, que le regalase su misterio sellado (y él a cambio podría darle otro).

     Pero entonces se dio cuenta de que, al otorgarle la oportunidad de tener un nombre propio, también le había entregado las cualidades de todo ser humano. Felicidad también constaba de prejuicios, de favoritismos. Era rápida y juguetona, sabía desaparecer sin que te diera tiempo a percatarte de ello, dejando tras de sí su vestido de flores, tan largo que nadie en su presencia es capaz de ver el final. Ahí estaba el truco, pues Tristeza y Felicidad se unen de esa forma.

     Esa era la conclusión a la que había llegado en aquel momento. Pero las ideas habían empezado a difuminarse cuando vio desde la ventana a Victoria acercarse. "Ella es Felicidad. Por eso se le ha deshecho la trenza." Pensó. Bajó a abrirle la puerta, y subieron juntos.

     -¿En qué piensas?- dijo la niña, después de haberle estado mirando durante un largo tiempo, en silencio (algo no muy común en ella).

     John no había dicho nada desde que su amiga había llegado. Ninguno de los dos se había percatado de eso; empezaban a entender mejor sus silencios que sus palabras. (Porque los silencios dicen verdades, y las palabras conocen el secreto de las mentiras). Pero a Victoria le gustaba hacer esa pregunta.

     -Pienso en que algún día quiero ser mayor. Y feliz.

     -Como John Lennon- contestó ella distraída, y no se dio cuenta de que él se había girado hacia ella.

     -¿John?

     Fue entonces cuando ella le miró, y se le iluminó la cara en un ensanchamiento de sonrisa.

     -¡John Lennon se llamaba como tú! Pues verás, mi pequeño Lennon- dijo divertida-, él, cuando era pequeño, dijo más o menos lo mismo que tú, que de mayor quería ser feliz.

     -¿Y lo fue?

     -No lo sé, no le conocí.

     -Espero que lo fuera.

     Esa noche pensó en el señor que tenía su mismo nombre. Y se quiso prometer a sí mismo que llegaría a ser alguien feliz. No se lo prometió. Por si acaso. Y se quedó dormido observando a través de la ventana del tejado los lunares que acompañaban a la Luna.