jueves, 1 de agosto de 2013

Las virtudes del abismo. (Capítulo uno).

     Su mente era un remolino de incertidumbre. Si alguien hubiera podido curiosear en su interior no habría encontrado nunca el camino correcto hasta llegar al centro de sus pensamientos (y seguramente el principal motivo es que no lo había). No funcionaba igual que el de cualquier chico de su edad, o de cualquier otra. Era distinto a cada uno de los seres que pisaron una vez la Tierra, la estaban pisando, o alguna vez lo harían. Aquello no parecía un problema a simple vista; hasta que empezó a serlo.

     Todas las noches se tumbaba en la cama, mientras observaba cómo la pintura se iba despegando por la humedad. Así fue como aprendió a soñar. «Los sueños nunca se crean boca abajo, porque se acabarán cayendo, siempre hay que mirar lo más alto posible.» Soñaba con volar, como cualquier niño, pero él era capaz de verlo. Con su mente, podía recorrerse los cielos de París en una noche, si así lo quería. Siempre supo que él era complicado, pero le gustaba. El marrón de sus ojos quedó al descubierto en su máxima plenitud cuando oyó a su madre gritar. Desgarrador. Todo pasó muy deprisa.

     Al día siguiente fue al hospital acompañado de su abuela. Ella le había puesto una de sus gordas bufandas de lana, de forma que, si se miraba de lejos, se podía descubrir a un rechoncho punto azul, caminando al lado de una menuda señora que cojeaba de la pierna derecha. No sabía lo que sentía, pero a pesar de tener solo siete años, sabía perfectamente que era una sensación ordinaria en alguien que dejaría de ser el centro de atención en casa.

     Los pequeños mellizos no se parecían en nada a él. Su mata de cabello era de un fuerte color rojo cobrizo, nada normal en unos recién nacidos. Y envidiaba sus ojos claros, parecidos al tono que tiene el agua recién derretida de la cumbre de una montaña. No tardaron mucho en volver a casa. Empezaron a hacer cambios en su habitación. Era más grande, y sería mejor para sus hermanos. No se quejó, no solía hacerlo. Pero se sentía vacío. Era el lugar donde había aprendido a soñar.

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