Llegó a casa de su abuela. Entró sin llamar, como solía hacer. Subió las escaleras y se encerró en el cuarto que ya consideraba suyo. Se tumbó en el suelo. Esa era una de sus cosas favoritas en el mundo, sentir el suelo de madera sin barnizar con las yemas de los dedos de las manos, y esta vez también con las de los pies. Observar lo que pasaba en el cielo, mirando a través del tragaluz que adornaba el viejo cuarto, impregnándolo de luz blanca y pura. Tomó aire y pudo respirarla. "El olor de la luz."
La muerte era un tema que le inspiraba mucho respeto. Viene de repente, a veces cuando menos te lo esperas, como el amor. Dos ideas que podían resultar contrarias, y del mismo modo podían estar unidas de la forma más perfecta. Morir por amor, amar a la muerte, amar a aquel que muere por amor, morir por aquel que ama a la muerte. Esta vez no encontraba explicación.
Su mente seguía girando sin ninguna clase de control, como un abismo sin fondo, repleta de las más extrañas ideas. Nadie nunca sería capaz de entenderle. Tenía una opinión propia para casi todo. Pensaba que nadie muere sin cumplir su objetivo en la vida. No todos creen eso, pero él sabía que la razón era que la gente estimaba como meta un propósito impuesto por ellos mismos, y no era así. Su hermano no tuvo tiempo de escoger su sueño, y no había muerto en vano. El momento en el que su corazón dejó de latir hizo que la vida de John diera un vuelco. Si nunca hubiera ocurrido, su futuro habría sido completamente diferente.
Cerró los ojos y se durmió escuchando los secretos del aire, dejando que la claridad que traspasaba la ventana le acariciase suavemente, mientras una niña intentaba seguir el rastro de sus huellas.
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