viernes, 21 de febrero de 2014

Las virtudes del abismo. (Capítulo quince).

     Habían vuelto a la habitación de John cuando el cielo empezó a teñirse de gris, y una capa traslúcida incolora había comenzado a dibujar en sus manos lunares de agua helada. Victoria convenció a su amigo de que se levantara y regresaran a casa. En ese momento ella se encontraba desperdigada entre las gruesas mantas que tenía el niño en su cama, y él, escondido en la parte sombría de la ventana, contemplaba el brillo anaranjado de la farola que alumbraba la madera del suelo.

     Aparentemente no lloraba, sin embargo, si le mirabas a los ojos, podías descubrir fácilmente el sufrimiento acumulado que había en ellos. Pero, ¿quién mira a los ojos a un niño que camina cabizbajo, que aparta bruscamente el rostro ante cualquiera? Y aunque él estuviese dispuesto a dejarse ver, ¿quién realmente quiere descubrir la profunda tortura interna que se acumulaba en siete escasos años de vida? Hay tragedias que se adivinan con un simple vistazo a los espejos del alma (sin necesidad de lágrimas, de gritos o de súplicas). Si las miradas matasen, decían; pues algunas ya están muertas, y su oscuridad asesina te hace tropezar en un pozo de tinieblas... hasta que te apartas y sigues tu camino. Ahí estamos todos, conocemos la existencia de estas desdichas, creemos sufrirlas durante unos instantes, y como no estamos obligados a convivir con ellas, seguimos nuestro camino y apartamos los problemas que no llevan nuestro nombre escrito (por lo menos de forma aparente).

     Victoria no formaba parte de ese conjunto de personas. Ella fue capaz de distinguir el grito silencioso de John entre una multitud de lamentos, entre todas las voces, entre todas las manos que rogaban atención sin siquiera alzar sus cabezas a la vida. Ella, a diferencia del mundo, oyó su llamada, y no le dio la espalda.

     -No me gusta.

     Le miró tras escuchar sus palabras. Él seguía examinando el exterior, analizando las briznas de humedad.

     -¿Qué es lo que no te gusta?

     -Llorar. Que los demás lloren. Que el cielo llore, como ahora- y por fin se giró hacia ella-.

     Se acercó a Victoria, y se tumbó en el suelo, al lado de la cama, y una lágrima resbaló por su mejilla, molestándole en su recorrido; pero no borró su rastro. Ella dejó caer una de sus manos hacia él, para que la tomase. La lluvia pellizcaba el cristal de la ventana del tejado, y los dos se quedaron dormidos.

     John soñó que sus pensamientos de hilos de colores se le escapaban por las orejas, y que revoloteaban por toda la habitación. Lo mismo pasaba con los de ella. Eran diferentes, nadie tiene los pensamientos de los mismos tonos, de las mismas longitudes, de los mismos trenzados. Se encontraban en el aire, y bailaban acompasados, compartiendo sus secretos. Alguno quiso escapar, desaparecer.  Los más oscuros se escondían, y susurraban sus miedos. Y los demás seguían una danza silenciosa, conociéndose entre ellos.

   

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